brahime Sylla nació dos veces: la primera en 2004 en la República de Guinea y la segunda 18 años después, el 1 de abril de 2022 cuando arribó a México tras un par de meses de una durísima travesía a pie desde Sudamérica, adonde llegó después de huir de la violencia encarnecida de su país natal.
Cansado de estar acostumbrado a una vida sin futuro, una disputa entre policías y etnias en la que quedó envuelto fue el último trago amargo que ese joven, de 17 años en su momento, supo que iba tragar en su vida. Sin importar el apego a su familia y el orgullo por su país, Ibrahime decidió acercarse a aquel conocido que un día le dijo que lo podía sacar de Guinea.
Futbolero hasta la médula, como casi toda África, Ibrahime se sorprendió cuando supo que el destino al que iba a ser trasladado iba a ser Brasil, el país donde primero se patea una pelota y luego se aprende a hablar. Con la ilusión por delante, emprendió camino sin imaginar lo mucho que iba a cambiar su vida.
De migrante a refugiado
Una vez en Brasil, Ibrahime se enamoró como nunca de la pelota, a quien siempre recurría en la infancia para alejarse de la realidad que lo abrumaba. Junto a la redonda, también estaba todo lo relacionado con computadoras, las que aprendió a arreglar desde pequeño en Guinea y con lo que ganaba un poco de dinero para ayudar a su familia.
Pero, lejos de que la vida le diera el alivio anhelado, aquel valiente joven que había crecido ante el peligro inminente supo que su vida en Brasil no iba a ser miel sobre hojuelas, por lo que se unió a un grupo de migrantes que le ofreció cubrir sus gastos si se animaba a cargar su equipaje mientras caminaban rumbo al norte para tratar de cruzar de manera ilegal a Estados Unidos.
Ibrahime no olvida ni olvidará jamás las peripecias que experimentó mientras recorría Sudamérica, pero sobre todo lo que vivió en el Tapón de Darién, esa frontera natural, peligrosa y espesa entre el sur y el centro del continente, que en las últimas décadas se ha convertido en una tumba para millones de sueños en cabezas de migrantes en busca de una vida mejor.
Sin disimulo y apretando los dientes, Ibrahime no tiene empacho en contar que, en esa selva curtida por el desamparo, alguna vez sintió ganas de rendirse y ser uno más de los que quedaban ahí olvidados por el tiempo.
Pero, para su fortuna y gracias a su crianza de sufrimiento, Ibrahime logró cruzar hasta Centroamérica y luego arribar a México, donde descubrió un país donde ser feliz es una forma de resistencia y en el que la pelota rodando en un cancha verde es casi una religión. Atrapado por ese contexto, y cansado por caminar durante meses, decidió quedarse y abandonar el llamado ‘sueño americano’.
Fue en Tijuana, la primera frontera de Latinoamérica, donde Ibrahime mostró aptitudes extraordinarias para jugar a la pelota. Con un físico espigado y de zancada amplia, su velocidad marcó diferencia en tierra donde la técnica predomina por encima de la rapidez.
Arropado por ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, el joven que no deja de sonreír nunca a pesar de tanto, viajó a Aguascalientes, donde ese organismo tiene una oficina regional, donde se confirmó su condición de refugiado y la confirmación de que México es y será un país de brazos abiertos para quien lo necesita.
Un sueño por cumplir
Una vez en Aguascalientes, Ibrahime comenzó a hacer tres cosas: estudiar la preparatoria, caminar por el centro histórico de la ciudad y jugar fútbol. Consciente de sus habilidades, y siempre apoyado por ACNUR, un día pudo presentarse a unas probas con Necaxa, el mítico equipo que afianzó su estirpe de icónico en la década de los 90.
Los Rayos no sólo lo aceptaron por sus condiciones de juego, sino que le han dado desde entonces el apoyo que sólo te puede dar el sentimiento de pertenecer a una comunidad. En la Casa Club necaxista ya lo apodan ‘el hombre más feliz del mundo’ por su siempre característica sonrisa y su afán por saludar a cada una de las personas con las que se va topando.
Pero, aunque ha entrenado durante meses por la mañana y en el club no esperan la hora de impulsarlo hasta el primer equipo, Ibrahime no ha podido siquiera registrarse ante la Federación Mexicana de Fútbol. En un caso más irrisorio sobre el manejo de los directivos nacionales, la condición de refugiado le ha impedido ser apto para tener una ficha que lo acredite para jugar con Necaxa, a pesar de que el Gobierno de México lo reconoce como un ciudadano más que trabaja para ganar su sustento.
Y aunque acepta que esta situación lo desespera, Ibrahime no pierde la sonrisa ni las ganas de seguir entrenando mientras acepta sin disimulo y mostrando todos los dientes que fue en México donde sintió en carne viva un renacimiento con la pelota de por medio, a quien le agradecerá siempre por darle el cobijo necesario para no dejar de luchar, a pesar de todo.